Era como un bonito y raro domingo hasta que los piojosos ‘perroflauta’ de siempre decidieron joderlo. El buen tiempo, las habituales procesiones de turistas y el poco tráfico invitaban a callejear, a charlar con los vecinos o a ir a la playa. Las huelgas generales suelen tener varias caras.
Pasados los nervios de primera hora, de servicios mínimos, silicona en las cerraduras y piquetes en los polígonos, la mañana barcelonesa fue tomando su habitual cariz de falsa felicidad en que suele vivir este archivo de cortesía. Mientras a las puertas del centro comercial Diagonal Mar unos cuantos sindicalistas con más ganas de ir a tomar café que de armar jaleo, con buenas maneras hacían desistir a comerciantes y clientes d sus intenciones, la mayoría ya había entendido que, lo mejor que se podía hacer, era tomárselo con calma y hacer como los ‘guiris’. Estos, una vez pasado el susto de policía en cada esquina y Pedrera cerrada, salieron a la calle a presenciar el espectáculo fuera de programa que le brindaba la huelga general.
Las playas urbanas eran un buen destino. Ningún piquete podía siliconar la arena. Aquellos que habían madrugado para intentar ir al curro y que habían sido devueltos a casa por los huelguistas sacaban a los críos a pasear o quedaban con la ‘colla’ para dar una vuelta en bici. Los más jóvenes se zambullían en el mar calmo; Barcelona tomaba aspecto de 15 de agosto, probablemente el único día del año en que prácticamente todo está cerrado.
En la Rambla del Poble Nou el vecindario paseaba como si saliera de misa, los bares estaban cerrados, pero no el ‘shawarna’. Cuando el piquete le pidió al dueño que cerrara él les respondió: “ojalá a mi me hubieran hecho una reforma laboral”. Clarividente, implacable. Los sindicalistas se alejaron cabizbajos; se habían dado de bruces contra el que está peor; esos baños de realidad, en plena huelga, escuecen.
Hacia el mediodía el comercio tendía a normalizarse. Los restaurantes de menú plantaban sus pizarras en las aceras y, a pesar de que no tenían el gentío habitual de los días laborales, locales tradicionales como el bar Roble de Gràcia estaban llenos y en las terrazas que estaban abiertas no había ni una mesa libre. En la Diagonal comenzaba a notarse el tráfico y el centro iba tomando vida. Los bares de la plaça de l’Àngel, frente a las sedes de CCOO y la CGT estaban abiertos sin problemas, mientras que los de la Rambla del Raval, donde están las nuevas dependencias de UGT seguían cerrados, quizás para no molestar a la nueva clientela. Los restaurantes del Gòtic se preparaban para las cenas. Había pulso.
Lástima que los busca bregas profesionales decidieron acabar con el civismo del día. Antes de quemar todos los contenedores, coches de prensa, patrullas de la urbana y cuantos objetos se pusieron ante sus narices, entraron en mi facultad, tiraron botellas al segurata, pintarrajearon los muros y cambiaron la opinión que sobre la huelga tenían mis estudiantes. Ya no la veían como un conflicto socio laboral, la veían como la posibilidad de vivir su primera aventura con la poli. Y se fueron todos al paseo de Gracia a buscar historias para contar a hijos y nietos cuando les llegue el turno; como hemos hecho todos.
Publicat a El Mundo del Siglo XXI el 30 de Setembre de 2010
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