De Jean Luc Figueras, de origen francés pero afincado desde muchos años en Catalunya, se ha dicho que era como un roquero de la cocina (de hecho tenía una banda); que tenía un carácter individualista y rebelde ante la ortodoxia, que iba a su aire, y que por ello el sector no le reconoció su valía. Puede. Pero en los ochenta, el Dorado Petit o el Azulete recibieron la mayor consideración de un público ávida de novedades. Y si no la tuvo de su propio gremio fue quizás por qué, pionero como era, en esa época su gremio estaba en buena parte todavía unos cuantos años por detrás de su enorme y vehemente talento. Y los medios tampoco estaban muchos por la labor. Y además, él no era hombre de lamentarse.
Cuando entre 1995 y 2007 abrió en Gràcia el restaurante con su nombre quizás pensó que había llegado el momento de ubicarse. Parecía ser lo que demandaban los tiempos. Obtuvo una estrella Michelín y renovó la estima de un público fiel. Pero tuvo que cerrar; y sus años erráticos le devolvieron la actitud del roquero, el humor del rebelde talentoso que siempre fue. Las cenas que servía (a que si, señores de Montblanc?) eran cocina, arte y comunicación: humanidades.
Eso le permitió mantener a salvo su enorme talento y renacer en el Blanc del hotel Mandarín y, desde 2013, en el restaurante del hotel Mercer (y en su bistró), en el Gòtic de Barcelona. En esos fogones Jean Luc Figueras volvía a ser el sorprendente, sincero, arriesgado y nunca frustrante roquero del Dorado Petit. Tenía el grupo musical, charlaba con los clientes, mostraba su sabiduría y su buen humor sin recelos. Lo hizo hasta su última cena, con humor, irreverencia, calidez y genialidad, que es tal y como, en declaraciones a la prensa, ha pedido su pareja, Ángela Bolaños, que le recordemos.
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