18/5/13

Constantino Romero, la voz de la modernidad

Hasta entonces en el mundo la voz era Sinatra, y en casa Juan Manuel Soriano. Pero ambos quedaban lejos del imaginario del público joven que buscaba en la radio de principios de los setenta lo que sabía que no hallaría en ningún otro medio de comunicación: una ventana abierta al mundo, por pequeña que fuera. El cantante representaba la generación paterna, de postguerra, y el locutor el radioteatro y un estilo que, inexorablemente, iba en declive. Por eso, cuando un lunes cualquiera en Radio Barcelona sonó por primera vez la sintonía de ‘Trotadiscos’, un viejo tema de Booker T. and the M.G.’S, presentado por Àngel Casas, Tino Romero y Rafael Turia, el pequeño y estrecho mundillo de los programas de radio de culto juvenil cambió para siempre. Fueron ellos, junto a Josep Mª Pallardó y sus ‘Clan de la una’ y ‘Al mil por mil’ los responsables de la educación sentimental de una generación que se construyó aprendiendo en la calle y por la radio. La voz dejó de ser un símbolo de antiguo régimen, la voz podía ser moderna, próxima, para nada engolada; hablar el mismo lenguaje político y cultural, vaya. Constantino Romero contribuyó desde radio Barcelona (donde trabajó entre 1965 y 1975) a enterrar el franquismo cultural. Lo suyo había comenzado tímidamente en Radio Juventud, la célebre radioescuela, con ‘Radio Young’, toda una declaración de principios. Después llegaron ‘Trotadiscos’ y ‘Tino Show’ y, tras pasar a RNE, siguió con ‘Amor, discos y recordisocs’, entre otros. Todo un proyecto vital y profesional.
A finales de los ochenta la televisión te tentó, claro. Y con ‘El tiempo es oro’ la voz de la modernidad puso de acuerdo a abuelos y nietos. La tradición de la escuela de locución catalana recuperaba el hilo histórico. Soriano, maestro indudable, cedía su título a Romero; en la radio las generaciones se sucedían sin más conflicto, y en las familias también. El radioteatro daba paso a los escenarios del Poliorama o el Victoria, y Constantino hacía grande la cultura de masas actuando en la ‘Òpera dels tres rals’, de Bertold Brecht o en ‘La ronda’ d’Arthur Schmitzlez. Pero fue en el papel del diabólico barbero de la calle Fleet, Sweeney Tood, donde el mito de la voz se hizo carne de actor.
El día 5 de abril de 1995 la platea del Poliorama se puso en pie, con la crítica al frente, para rendirse a la magia teatral y el talento de Constantino Romero, Vicky Peña, Pep Molina, Teresa Vallicrosa y la dirección de Mario Gas. Stephen Sondheim conseguía, por fin, saltar de Broadway a Barcelona con todos los pronunciamientos favorables. Jamás se había producido aquí un musical homologable internacionalmente: ‘Ets un noi, la vida t’ha anat bé, n’aprendràs’, le decía en un pasaje Constantino a Pep Molina. Así era.
Clint Eastwood, Sean Connery o Arnold Schwarzenegger fueron parte de ese aprendizaje que Constantino supo traspasar a una nueva generación de público. De los tiempos de Trotadiscos a Sweeney Tood, el país había crecido. Las jóvenes generaciones tenían sus propios manuales para saber vivir; las voces cambiaban y se multiplicaban. Romero lo sabía. El monólogo final del replicante, Roy Batty, en Blade Runner fue, a la postre, todo un símbolo: "yo he visto cosas que vosotros no creeríais..." Y gracias a que nos lo contó con su voz, crecimos.