A finales de los ochenta la televisión te tentó, claro. Y con ‘El tiempo es oro’ la voz de la modernidad puso de acuerdo a abuelos y nietos. La tradición de la escuela de locución catalana recuperaba el hilo histórico. Soriano, maestro indudable, cedía su título a Romero; en la radio las generaciones se sucedían sin más conflicto, y en las familias también. El radioteatro daba paso a los escenarios del Poliorama o el Victoria, y Constantino hacía grande la cultura de masas actuando en la ‘Òpera dels tres rals’, de Bertold Brecht o en ‘La ronda’ d’Arthur Schmitzlez. Pero fue en el papel del diabólico barbero de la calle Fleet, Sweeney Tood, donde el mito de la voz se hizo carne de actor.
El día 5 de abril de 1995 la platea del Poliorama se puso en pie, con la crítica al frente, para rendirse a la magia teatral y el talento de Constantino Romero, Vicky Peña, Pep Molina, Teresa Vallicrosa y la dirección de Mario Gas. Stephen Sondheim conseguía, por fin, saltar de Broadway a Barcelona con todos los pronunciamientos favorables. Jamás se había producido aquí un musical homologable internacionalmente: ‘Ets un noi, la vida t’ha anat bé, n’aprendràs’, le decía en un pasaje Constantino a Pep Molina. Así era.
Clint Eastwood, Sean Connery o Arnold Schwarzenegger fueron parte de ese aprendizaje que Constantino supo traspasar a una nueva generación de público. De los tiempos de Trotadiscos a Sweeney Tood, el país había crecido. Las jóvenes generaciones tenían sus propios manuales para saber vivir; las voces cambiaban y se multiplicaban. Romero lo sabía. El monólogo final del replicante, Roy Batty, en Blade Runner fue, a la postre, todo un símbolo: "yo he visto cosas que vosotros no creeríais..." Y gracias a que nos lo contó con su voz, crecimos.
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