15/2/17

Maria Dolors Boadas, la coctelera de Barcelona

Hay historias que, a fuerza de ser contadas, terminan por convertirse en leyenda. Y a menudo alguna de esas leyendas engrandecen el mito del país o la ciudad donde se ubican. La de la coctelería Boadas es una  de ellas.
Cuando Miguel Boadas decidió dejar a su madre en Lloret de Mar para volver a su Habana natal en busca del padre, jamás pensó que regresaría a Catalunya, que llevaría consigo el oficio de los primos y que éste le daría una dimensión social y ciudadana que se expandiría mucho más allá de la barra de un bar. Nunca pensó en todo eso cuando entró a trabajar en El Floridita de Narcís Sala Perera. Allí hizo los primeros cócteles, conoció a los personajes de la sociedad habanera de principios de siglo y, a ritmo de jazz y danzón en aquellos alocados tiempos, decidió que aquella sería su vida.
De vuelta a Catalunya, en 1922, Miguel Boadas trabajó en la Maison Doré, el Núria y el Canaletas, antes de abrir su propio local en un triangulo esquinado de la calle Tallers y la Rambla. "Durará dos años" dijeron los agoreros habituales, pero allí creció la historia, que contribuyeron a engrandecer Jacinto Benavente, Georges Orwell o Marcos Redondo, entre muchísimos más. Y, cuando en 1967, ya en el lecho de muerte, preparó su último cóctel y se lo dio a su hija Maria Dolors pidiéndole que fuera la continuadora de aquel relato, los Boadas forjaron una leyenda que ha contribuido a engrandecer el mito de Barcelona. Embrutecida, hoy la ciudad ha perdido aquel aire soñador. Los turistas se agolpan ruidosamente en la barra del Boadas y Maria Dolors Boadas falleció el pasado viernes a punto de cumplir los 82 años.
Su patio de juegos fue la coctelería, creció y estudió con la conversación Josep Maria de Sagarra, Antonio Machín o Ignacio Agustí de fondo, y tras la barra fue cortejada por su futuro marido, José Luís Maruenda. Maria Dolors fue la mejor alumna de su padre, elevó su espectáculo discreto y eficaz a la categoría de relación personal inteligente y vital. Suya era la frase, "el mejor maestro es siempre el cliente. El es quien te enseña con la mueca de placer o de disgusto después del segundo o tercer trago". Y, tal y como le había pedido Miguel, dedicó toda su vida al Boadas. Maria Dolors Era la anfitriona perfecta de la fiesta, la mujer afable y elegante que supo convertir el reducido triangulo de la coctelería en una fiesta de los sentidos.
Estos últimos cuatro años, la pérdida progresiva de la memoria, la alejaron poco a poco de lo que fue su mundo, a pesar de que el fiel Jerónimo Vaquero (45 años en la casa, actual gerente y barman) se encargó de que nada faltara en la casa. Jamás dejaron de oírse los boleros de Machín, pero aquel aire del lugar al que, cuando se regresa, se percibe que nada ha cambiado y que incluso uno sigue siendo el mismo, como escribió Manuel Vázquez Montalbán, iba cambiando inexorablemente. El Boadas sigue como siempre, sus cócteles siguen siendo un oasis para tantos náufragos urbanos, pero ni Barcelona, ni nosotros somos ya los mismos.