Hasta mediados los ochenta Barcelona era una ciudad sin mar. Tenía el puerto, las golondrinas y el rompeolas, que eran espacios de distracción familiar dominguera de una ciudad gris y derrotada por su propia historia. Pero mar, lo que se dice mar, la proyección de la ciudad hasta uno de sus lindes, eso que luego bautizaron con el nombre de frente marítimo, no había. Los pescadores de la Barceloneta sobrevivían en la agonía de los peces fuera del agua. Los chiringuitos, los tinglados y las grúas constituían una barrera infranqueable entre Barcelona y el mediterráneo. A no ser que fueran de casa bien, los niños de los sesenta no conocían el mar.
Nacido en una ciudad sin mar, Vitoria, en 1939, Manuel de Solà-Morales, arquitecto, urbanista, hijo, hermano y nieto de arquitectos y catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, que falleció ayer a los 73 años de edad,, entendió que el mar era un espacio público robado a la ciudad y que su recuperación podría ser también la restauración de la Barcelona culta, sensible y humanista, características históricas de la ciudad desde los tiempos condales de la Casa de Barcelona, la apogeo del gótico y la expansión mediterránea de Catalunya.
Con esas premisas actúo en el clásico muelle de Bosch i Alsina, que recuperó el nombre de Moll de la Fusta, popularizado el poeta Joan Salvat Papasseit en su célebre ‘Nocturn per acordió’. Quitó tinglados cercas y barreras, allanó el camino del peatón hasta la orilla, puso una barandilla de terraza mediterránea para separar el paseo de la calzada, instaló los primeros chiringuitos y, cuando Javier Mariscal instaló su gamba gigante en uno de ellos (Gambrinus), la modernidad del estudias o diseñas hizo suyo el espacio (a pesar de que los bares no tenían lavabos). A finales de los ochenta, con un pie en los JJ OO, Solà-Morales nos hizo ver el mar y Barcelona volvió a saber quién era, de donde venía y a donde iba. La calidad del espacio público como herramienta fundamental para reducir el impacto negativo del crecimiento urbano, una de sus creencias más firmes, se impuso en la que fue para siempre, su ciudad. La calidad de vida de los barceloneses, el encanto de los visitantes y el orgullo de propios y extraños para con Barcelona, desde sus alcaldes hasta los gurús de la telefonía móvil que estos días campan a sus anchas contentos de estar aquí, están en deuda con la obra del arquitecto; que la sepan mantener.
Manuel de Solà-Morales trabajó en diversos lugares de Europa como Berlín (donde firmó la nueva Alexanderplatz), Salzburgo, Nápoles, Rotterdam, Amberes, Salónica, Génova o Trieste. Entre sus últimos trabajos se cuenta la transformación del área portuaria de Saint-Nazair, en Francia; la plaza y la estación de Lovaina, en Bélgica; el espacio público Winschoterkade de Gröningen, en Holanda, y el paseo Atlántico de Oporto, en Portugal. Y ha dejado inconclusos la renovación del centro de Arnhem (Holanda) y el polo intermodal de Pau (Francia). Pero la familia Solà-Morales ha sido gente profundamente comprometida con la ciudad y el país. Su padre, Manuel de Solà-Morales de Rosselló, fue Decano del Col·legi d’Arquitectes y arquitecto municipal de Barcelona. Su hermano Ignacio (fallecido en 2001) fue el creador del Nuevo Liceo surgido tras el incendio y él, tras haber firmado el área de la Maquinista, el barrio tecnológico 22@ o el complejo l’Illa Diagonal, sus obras más conocidas por el público, estaba trabajando en la actualidad en proyectos de vivienda pública en los antiguos cuarteles Sant Andreu (Barcelona), Torressana (Terrassa) y El Carme (Reus).