Ignoro si las ciudades tienen poetas oficiales. Si un día Barcelona
decidiera tener uno, sin duda la candidatura de Luís Izquierdo sería
incontestable. Su pasión literaria, su pulsión poética, su compromiso social,
su delicada ironía y su cultura sin límites eran sus bazas. Con su muerte, el
miércoles, se ha apagado uno de los más luminosos faros culturales y cívicos de
este país, que anda a oscuras desde hace tanto.
Izquierdo nació en la convulsa Barcelona de 1936. Al quedarse sin padre muy
joven, fue Jordi Maragall, padre del President Maragall, quién asumió sus
funciones. La influencia de esta familia moldeó en el Luís su marcada actitud
progresista, una personalidad que le acompañó toda la vida y que se tradujo en
una docencia universitaria rica y brillante. Experto en Kafka, pero también en
Machado, Salinas o Canetti, amigo personal y erudito de la generación de los
50, pero sin encuadrarse literariamente en el grupo, Izquierdo dio clases en la
Universitat de Barcelona junto a Martí de Riquer, Jesús Tusón, Jordi Llovet o
José María Valverde desde 1970 hasta el 2006, cuando se jubiló siendo
catedrático de literatura española. Los cinco protagonizaron los años dorados
de los estudios de letras de esa universidad. Después, las universidades de
Tubinga, Harward o Washington acogieron la brillante erudición de Luís Izquierdo. El resultado de todos aquellos
años de inquietud intelectual y política fue una larga lista de alumnos
excepcionales que nutrieron el corpus central de la literatura, la edición y la
docencia en Catalunya.
Fue también en 1970 cuando publicó su primer poemario: Supervivencias,
gracias al impulso de Anas Maria Moix. A esta primera obra le siguieron
Calendario del nómada (1983), Señales de nieve (1995), Sesión continua (1998),
No hay que volver (2003) y la antología Travesías del ausente, cuya aparición
en 2006 se convirtió en un sentido homenaje por parte de sus amigos y alumnos.
En 2013 apareció La piel de los días, una suerte de memorias intelectuales
y cívicas que mesuraban el estado de la sociedad denunciando carencias,
falsedades e imposturas. Su trágica afirmación en este libro escéptico e
inquieto de que 'no hemos sabido enseñar
a leer', resuena como una sentencia condenatoria ahora, que la incapacidad
para argumentar y defender idea dialécticamente tiene a este país sumido en un
oscuro callejón. Kafka siempre anduvo en su mente, por la trágico, que también
él interpretó con una sonrisa.
Aprovechando una pausa en su enfermedad, Carmen Balcells organizó una
fiesta que se convirtió en el merecido reconocimiento que el irónico, erudito,
cordial, distraído y sabio poeta y catedrático se merecía. Siempre fiel a su
flequillo de cuando ser progre no era una pose estética sino una actitud
intelectual, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Ramon Andrés y sus 'hermanos' Pasqual
y Ernest Maragall, representaron a todos sus amigos, los de antes (Barral, Gil
de Biedma, Ferrater, Vinyoli o Joan Oliver) y de entonces, y a sus alumnos de
siempre; porqué un buen profesor siempre deja huella en la mente y en el alma.
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